viernes, 26 de abril de 2013

TRINIDAD, UN PAR DE RECUERDOS









    Una reciente conversación por Twitter (#Trinidadcuba) me ha hecho recordar el pueblo que conocí hace treinta años, cuando la mayoría de sus habitantes en su vida habían visto un dólar; nada que ver con lo que hoy encontramos en Trinidad, un destino que poco a poco se ha ido situando  entre los más visitados de Cuba.


    No soy tan purista como para rechazar incondicionalmente la modernidad y el confort, la cerveza fría mejor que caliente y el colchón sin rabias que me arañe la espalda. Pero no por eso dejo de lamentar la perdida ingenuidad de este pueblo al sur y centro de la isla.
    En el año 1985 Trinidad era una población en la que el tiempo se había detenido, y también todo indicio de prosperidad. En una casa  marcada con una placa recordatoria de que allí había dormido el sabio alemán Alexander Von Humbolt, su propietaria me enseñó un secreter en el que  -según se contaba en la familia-  el barón Humbolt había escrito algunas de sus notas a su paso por el lugar. Cinco años más tarde, en 1991, el viejo secreter fue vendido por 500 pesos (algo más de 11 dólares al cambio de entonces) a un traficante de antigüedades habanero. Con ese dinero, la familia que durante dos siglos guardó con celo el viejo secreter, adquirió una casetera en la que constantemente se escuchaban canciones de Julio Iglesias. Para envidia de los vecinos.
    Así que el  exceso  de  ingenuidad  trajo  consigo  a  este  pueblo   -durante  los años '90 y coincidiendo con el llamado Período Especial en Cuba-  que  traficantes sin escrúpulos saquearan  su rico mobiliario (ya ven, la candidez también tiene sus inconvenientes), la mayoría construidos con maderas preciosas, marquetería en nácar y estilo romántico, lámparas de Bacará, candelabros de plata, vajillas de Limoges, porcelanas de Sevres. No olvidemos que Trinidad fue una próspera villa en los siglos XVIII y XIX.
    A finales de los ’90 del pasado siglo, cuando el mayor palacio  de Trinidad  -el de los Iznaga- ya estaba en ruinas tal y como puede verse hoy (es tanta su envergadura y lo costoso de su restauración),  y Leopoldina, viuda del penúltimo Iznaga que habitó el palacio, pasaba sus miserables días recluida en la antigua cochera que era el único lugar seguro, me jugué el tipo subiendo por una escalera ruinosa que conducía a la planta noble del palacio y en la que podía verse aún, cubiertos por el polvo, desvaídos por la lluvia y el sol que entraba por los agujeros donde faltaba el techo, el mobiliario original del palacio.
    Recuerdo la viva impresión que me provocó el piano de cola,  una bestia negra dormida en un ángulo del salón, y tres sillas alineadas, listas para ser ocupadas por los fantasmas que cada noche formarían el único público al concierto. Más tarde supe que el palacio y todo cuanto había en él fue adquirido por el Estado. Sabe Dios a dónde habrá ido a parar su mobiliario.
    La última vez que visité Trinidad fue en noviembre de 2012. Ya he dicho que me maravilló la rapidez con que su gente se ha integrado a las bendiciones y holguras del turismo. Y no sé por qué, pero de pronto y sin venir a cuento me acordé de Leopoldina y el silenciado piano de los Iznaga, y en que el tiempo es una cosa tremenda que transforma todo lo que contenga vida y, en fin, que a veces cuanto sucede, conviene. Y puede que ese sea el caso de Trinidad.



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