lunes, 24 de junio de 2013

CATALANES EN CUBA


1928. Francesc Maciá visita la colonia catalana de Santiago de Cuba. En la foto con algunos de sus miembros más prominentes.

    Resulta difícil precisar el momento en que el primer inmigrante catalán pisó tierra cubana. Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que a partir de 1765 ocurre un giro importante en las relaciones entre Cuba y Cataluña, cuando  Carlos III se vió obligado a flexibilizar el monopolio comercial que hasta entonces ejercían los puertos del sur de España con la colonia de Cuba.
Se inicia así el intercambio entre La Habana y Barcelona justo al momento en que Cataluña asiste a una incipiente revolución industrial, circunstancia que en alguna medida marcó el éxito económico entre los inmigrantes catalanes en la isla durante la primera mitad del siglo XIX.
Baste saber que durante el siglo XVI, sólo el 1.1% de los emigrantes procedentes de la península a tierras de América eran catalanes, en su mayoría comerciantes, marinos, religiosos y militares. Pero desde 1768, y hasta 1860, esta proporción cambió radicalmente, particularmente en el caso de los que se asentaban en Cuba. Entre 1820 y 1840, en la isla se establecen más del 65% de todos los catalanes que cruzaron el océano en pos de su aventura americana.
Fueron estos los tiempos en que la sociedad catalana alcanzó cotas definitorias entre la inmigración procedente de la península, no sólo por su número, sino por su intensa actividad comercial; y tanto, que en Santiago de Cuba,  cuando alguien decidía ir de compra a la bodega, decía “voy al catalán”.
Es a partir del siglo XX que la proporción de inmigrantes catalanes, en relación con el resto de los peninsulares, comienza a remitir, de modo que entre 1900 y 1926, la proporción de recién llegados desde tierras catalanas es sólo del 2%, lo que no significa en absoluto que no existiera en la isla un importante asentamiento catalán fomentado durante el siglo XIX.
A lo largo de la historia cubana encontramos inumerables apellidos que subrayan esta presencia, incluida su historia negra. Así, por ejemplo, Baró y Martí son dos apellidos vinculados a la trata negrera durante la primera mitad del siglo XIX. Pero que también los hubo protagonistas de historias de mejor color, como José Verdaguer, un juez catalán que vivió nueve años en La Habana, firme opositor al tráfico humano. Y no hay que confundir este personaje con otro singular de igual apellido, el doctor Verdaguer, también catalán, médico –dicen que mentamente enfermo- y que un día, al salir de la iglesia Joaquín Gómez, un reputado negrero, le arrojó vitriolo a la cara causándole la pérdida de la vista; y es que cada Verdaguer luchaba con sus armas.
Otros catalanes conocidos son, sin dudas, Barcardí, fundador de la licorería en que se destilaba el mejor ron del orbe; o Partagás y Gener, expertos cosecheros de tabaco  y productores de habanos, indispensables en el recuento de esta industria; y hasta un santo varón, el arzobispo de Santiago de Cuba, Antonio M. Claret, fundador de la Ordende los Claretianos. Aunque por supuesto que no fueron los únicos.
Si se revisa la Guía Telefónica de Cuba, sin rebasar la primera letra del alfabeto, hallaremos apellidos de indudable origen catalán como son Abreu, Abascal, Aiguesvives, Albertí, Albó, Alegret, Alemany, Almeda,  Arnau, Artigas, Atmeller y Avellanet, descendientes de aquellos catalanes que también contribuyeron a la armazón de este pueblo.
Pero el predicamento de lo catalán en Cuba trasciende además en modos tan definitivos como  su arquitectura. Basta un recorrido por La Habana para descubrir  en el tramado de sus edificaciones y entre el eclecticismo delirante de esta ciudad, la influencia de un modernismo que aquí llenó toda una época, la “época catalana” que marcó el inicio de este siglo en una de las urbes más bellas de América.


Cuba y la presencia catalana

 Por Tate Cabré
Aquellos que hicieron fortuna en Cuba construyeron en sus pueblos de origen  –Vilanova i la Geltrú, llamada “L´ Havana Xica” o Pequeña Habana, Vilafranca, Lloret, Sitges  y Cambrils– casonas que transpiraban añoranza por la isla tropical. “Para los catalanes Cuba es la isla mágica que atrajo viajeros de todas las épocas; la musa que inspiró a compositores y poetas durante cinco siglos y la tierra mítica de millones de emigrantes”. (3) Pero no todos los que emigraron a Cuba se convirtieron de hecho en ricos propietarios aunque la mayor parte de ellos se dedicaran al comercio, el impacto que provocó en el imaginario nacional el enriquecimiento de algunos de esos catalanes motivó la creencia de que en la Isla todos hicieron mucho dinero.
Cuba –como el resto de América– y Cataluña compartieron el estatus de Territorios de Ultramar, otorgado por el Estado español prácticamente desde su nacimiento. Por esa causa la emigración masiva de catalanes hacia estas tierras fue tardía en comparación con otras comunidades hispánicas. Es posible que los primeros catalanes en llegar al continente americano formaran parte de las tropas colonizadoras, pero la presencia catalana en la Isla se perfiló de manera continuada a finales del siglo XVIII con los Reales Decretos (de 1765 a 1778) que establecían el libre flujo de mercancías entre los puertos de España y los de las colonias, cuando la monarquía española autorizó el comercio directo desde el puerto de Barcelona con las Antillas. Los comerciantes más beneficiados fueron los catalanes, sobre todo los dedicados al negocio de azúcar, aunque posteriormente muchos de ellos se dedicaron al tráfico negrero, del que obtuvieron jugosas ganancias.
Las principales ciudades de asentamiento catalán en el país fueron Guantánamo, Santiago de Cuba, La Habana, Matanzas, Bayamo, Manzanillo y Holguín.

Los comerciantes, industriales y banqueros catalanes

Ninguna actividad comercial fue desconocida por los catalanes. Se destaca entre los banqueros Narciso Gelats, creador del Banco Gelats (Aguiar y Lamparilla, 1908). El banco llegó a ser uno de los centros decisivos del mundo financiero cubano, con contactos en Europa, Canadá, Estados Unidos y América Latina. Controlaba las finanzas de la Santa Sede en el país.
Otros nombres importantes fueron Joaquín Sabatés, fabricante de jabones y velas; Petit y Mestre, constructores de la papelera de Puentes Grandes; José Sarrá y Valldjuli, dueño de la droguería homónima (1853) que llegó a ser en su tiempo la mayor de América y Joaquín Payret, promotor de teatro que todavía lleva su nombre. Francisco Marty y Torrens fundó, con capital obtenido de su trabajo como traficante negrero, el teatro Tacón en 1838, devenido en la actualidad Teatro Garcí­a Lorca.
Aunque hubo presencia catalana en casi todos los sectores económicos nacionales, fue en la industria del tabaco y del ron donde realmente se destacaron: fueron catalanes los dueños de marcas de cigarrillos y puros habanos de fama mundial: como Jaime Partagás y Rabell, quien desde 1827 tení­a una tabaquera en La Habana y fundó en 1845 su célebre “Real Fábrica de Tabacos Partagás”; Juan Rivas, que lanzó en 1840 la marca El Fígaro; José Gener y Batet, dueño de la fábrica “La Excepción” y Juan Conill Puig, fundador del primer almacén de tabaco en rama para la exportación que hubo en La Habana Vieja.
Igualmente Facundo Bacardí y Mazó logró crear en Santiago de Cuba uno de los mejores rones del mundo y fundó la fábrica de ron Bacardí. Su descendiente, Emilio Bacardí Moreau, escritor, patriota y promotor cultural santiaguero, fundó  el 12 de julio de 1899 el Museo Bacardí y creó la Escuela de Bellas Artes.
El poder económico de los comerciantes, industriales y banqueros catalanes en la segunda mitad del siglo XIX alcanzó una posición privilegiada en la sociedad colonial, lo que permitió la creación de una aristocracia catalana con tí­tulos nobiliarios españoles como el marqués de Comillas (Antonio López y López), conde de Güell (Juan Güell y Ferrer), marqués de Santa Rita (José Baró Blanchart).

Una mirada a los catalanes en el contexto histórico-cultural cubano 

Si bien la gran mayoría de la emigración hispánica se encontró en la isla con algunos puntos de contacto, como la presencia de la misma lengua que hablaba –el castellano– no fue igual la situación para los de origen y cultura catalanes. Muchos de los que no sabían castellano debían aprenderlo con rapidez para poder insertarse en la sociedad y progresar, pues aunque el castellano se había entronizado a la fuerza como lengua oficial y pública en toda España, sobre todo a partir de 1714, las clases populares seguían utilizando su lengua materna.
La bandera catalana, conocida como senyera o quatribarrada, está formada por cuatro barras rojas sobre un fondo amarillo. Desde 1082 el país, poco a poco, la hizo suya: En el siglo XVIII la senyera ya era asumida por los catalanes como la bandera del pueblo. Después de la derrota del 11 de septiembre de 1714, el rey Felipe V limitó su uso y no dejó utilizarla en los Países Catalanes. El primer diseño de una bandera nacionalista catalana se concibió en Santiago de Cuba en 1906 por el Centro Catalanista de esta ciudad, predecesor del Grop Catalunya. La primera versión del nuevo pabellón se creó con la colocación, en el centro de la bandera histórica catalana,  de una estrella blanca de cinco puntas.
El coronel Macià viajó a La Habana en 1928 para redactar la Constitución independentista y adoptar la bandera estrellada, conocida popularmente como “la cubana”. 
“El siguiente y último paso fue dado por la Asamblea Constituyente del nacionalismo catalán radicada en Cuba, la que redactó y aprobó en 1928 la carta magna de la Cataluña independiente, en cuyo tercer artículo, se lee: “La bandera oficial de la República Catalana es la histórica de las cuatro barras sobre fondo amarillo, con la adición, en su parte superior, de un triángulo azul, cuyo centro ostenta una estrella blanca de cinco puntas”. La estrella solitaria centrada en un triángulo equilátero, fue desde entonces para el liberalismo catalán símbolo de libertad e independencia nacional”. 
Muchos catalanes combatieron dentro de las filas independentistas cubanas contra la metrópoli española en las dos guerras (1868-1878 y 1895-1898), y otros tuvieron que combatir, en calidad de quintos o soldados reclutados a la fuerza por esa propia metrópoli; de unos y otros la historia y la cultura cubana tienen nombres destacados cuya obra está insertada indeleblemente en ellas, para bien de catalanes y cubanos.
A partir de 1936, con el inicio de la Guerra Civil Española y la derrota del bando republicano a manos de los franquistas, se inició para los catalanes y para los españoles en general, otro tipo de emigración: el exilio político.
Numerosos catalanes exiliados se asentaron en La Habana y en Santiago de Cuba, y algunos de ellos, profesores e intelectuales destacados, contribuyeron a fundar  prestigiosas instituciones como la Universidad de Oriente (1947) o trabajaron en ellas.
Entonces, si Cuba fue para miles de catalanes a lo largo de casi dos siglos el Dorado, la mágica isla de los millones, el paraíso tropical donde se gestaron eventos relevantes para Cataluña, su economía, su cultura, para la historia del nacionalismo catalán, si muchos catalanes se afianzaron en la propia historia, economía y cultura cubanas, si ambas orillas se entrelazan significativamente hasta nuestros días ¿no podremos decir que el alma de Cuba puede considerarse el más ultramarino y acanelado de los Países Catalanes?

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